Ella aparece, quizás no tiene ganas de hablar, pero debe hacerlo. Le atormenta no saber qué decir, y una corriente eléctrica recorre su columna. Su cráneo cruje, siente que es una cáscara amarga que nada más le sirve para guardar secretos, rencor, pensamientos inacabados y otros sentimientos agrios. Él sabe lo que va a decirle, pero espera que dé el primer paso para defenderse. Guarda en sí mismo, la confianza suficiente de saberse amado, de ser su droga, o más bien de ser su amo. La domina, le encanta esa sensación de sumisión, de controlar mediante su boca los gemidos cuando están en la cama. Pero ella se lo niega.
Intenta desaparecer, pero allí plantada en la habitación, no puede dar marcha atrás.
—Vas a dejarla —dice muy convencida
—Sabes que no lo haré.
—Jamás nos tendrás a las dos.
—Jamás he pretendido teneros.
Ella, que se lame los labios en un gesto automático, siente de nuevo una gran presión en la cabeza y un sabor salado en la lengua; un regusto pasado. Nota la circulación de la sangre surcar por las venas, una velocidad que le electrifica las manos. Un flujo intermitente de respiración que le llena los pulmones, siente el frío del aire que se calienta poco a poco en el pecho, hasta ser cómodo para tragarlo. Una pequeña palpitación en la sien, se toca la frente y nota esa minúscula vena surgiendo y desapareciendo poco a poco. Nota el cerebro algo inflamado, como si quisiera escaparse de su recipiente, una sordez que le impide escuchar nada que no fuese su organismo. El sabor salado se vuelve pastoso, dejando unos surcos blancos en la comisura de la boca.
Él cae al suelo. Con un suspiro arcaico.
Ella, se limpia la comisura blanca de los labios. Lame. Y el sabor oxidado de saberse victoriosa, le recorre la garganta.